domingo, 25 de diciembre de 2022

Santoral: La Natividad del Señor


Después de la celebración anual del misterio pascual de
la muerte y resurrección de Cristo,
la Iglesia venera con mayor devoción
la memoria de la Natividad del Señor y
de sus primeras manifestaciones


Un poco de historia

Al surgimiento de la celebración de la Navidad han contribuido diversas causas. El 25 de diciembre no es la fecha histórica del nacimiento de Jesús, sino que fue elegido para suplir en Roma la fiesta pagana del "Nacimiento del sol invicto" con motivo del solsticio de invierno, proponiendo a Cristo como luz que ilumina a las naciones. Por otra parte, los judíos celebraban en estas fechas la fiesta de la Hanukkah (dedicación), o de las luces, recordando la purificación del templo de Jerusalén y su iluminación gracias a la victoria de Judas Macabeo (1Mac 4, 36-61), precisamente el día 25 del mes noveno, Casleu, que es nuestro diciembre. Navidad es también consagración del Cuerpo de Cristo, templo luminoso de la divinidad.

Ninguna otra fiesta ha sufrido un proceso de secularización más que esta; todos celebran la Navidad, pero pocos saben por qué lo hacen. Precisamente es la liturgia cristiana, con todo el conjunto de celebraciones de estos días, la que puede dar cumplida respuesta a tanto vacío moral.


Dios cumple sus promesas

El nombre de Noche buena no es algo bonito, sin más. La bondad de la Nochebuena, cantada por poetas y artistas a lo largo de veinte siglos desde que sucedió, no es comparable con ninguna otra. Precisamente porque sucedió. Y porque Cristo ha nacido, nos espera a los hombres, no la noche de la tristeza, sino el más claro y radiante de los días. Así lo expresó Fray Luis de Granada:

En este día tan glorioso y de tanta virtud, dice el santo Evangelista que se cumplieron los días del parto de la Virgen, y llegó aquella hora tan deseada de todas las gentes, tan esperada en todos los siglos, tan prometida en todos los tiempos, tan cantada y celebrada en todas las Escrituras divinas. Llegó aquella hora, de la cual pendía la salud del mundo, el reparo del cielo, la victoria del demonio, el triunfo de la muerte y del pecado. Era la medianoche muy más clara que el mediodía (cuando todas las cosas estaban en silencio, y gozaban del sosiego y del reposo de la noche quieta), y en esta hora tan dichosa sale de las entrañas virginales a este nuevo mundo el Unigénito Hijo de Dios.

Veis aquí al Salvador del mundo, a la gloria del cielo, al Señor de los ángeles, a la bienaventuranza de los hombres, y a aquella sabiduría eterna, engendrada antes del lucero de la mañana…

El nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda relegar al pasado. En efecto, ante él se sitúa la historia entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia.

Él es el que vive (Ap 1,18), Aquel que es, que era y que va a venir (Ap 1,4). Ante Él debe doblarse toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua debe proclamar que Él es el Señor. Al encontrar a Cristo todo hombre descubre su propia vida.

Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad. Y así será para siempre, a través de la sucesión de las diversas épocas históricas. La encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana (JUAN PABLO II, Bula Incarnationis Mysterium, nº 1)

Durante algún tiempo, la historia occidental estuvo completamente fascinada por este acontecimiento. No solo la Iglesia; también el Estado se concibió y se estructuró como representación visible y terrenal del vencedor eterno del mundo, del Kyrios Christos. Pero luego la historia volvió a abrir al aire sus velas y zarpó hacia nuevas costas. Y muchos cristianos han perdido la confianza en su propia realidad. El acontecimiento de Belén y el Gólgota les parece un mero símbolo, una idea; un simple mito, tal vez el más puro, el más fecundo de todos, pero desde luego no la realidad que lo domina todo; sencillamente una mera imagen ideal para el desarrollo de la humanidad, para la realización de los derechos humanos, de la reconciliación y del perdón entre los individuos y también entre los pueblos. Y si bien no podemos olvidar que esta visión de las cosas no es tampoco ajena a las palabras de la Sagrada Escritura tampoco es completa.

En ese tiempo humano Dios introdujo la plenitud al entrar con ella en la historia del hombre. No entró en el mundo como un concepto abstracto. Entró como Padre que da la vida -una vida nueva, una vida divina- a sus hijos adoptivos.

Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que trae la buena noticia. Aquello que nos ha estado anunciando Juan el Bautista a lo largo de todo el tiempo del Adviento, hoy es realidad. ¡Qué hermosos son los pies del mensajero! Estamos tocando aquí el culmen del misterio de nuestra vida cristiana. En efecto, el nombre cristiano indica un nuevo modo de ser: existir a semejanza del Hijo de Dios. Como hijos en el Hijo participamos en la salvación, la cual no es sólo liberación del mal, sino ante todo, plenitud del bien; del sumo bien de la filiación de Dios.


Dios ha nacido entre nosotros... Feliz Navidad