domingo, 7 de agosto de 2022

Domingo XIX del Tiempo Ordinario

Primera lectura
Lectura del libro de la Sabiduría 18, 6-9

La noche de la liberación les fue preanunciada a nuestros antepasados, para que, sabiendo con certeza en qué promesas creían, tuvieran buen ánimo.

Tu pueblo esperaba la salvación de los justos
y la perdición de los enemigos,
pues con lo que castigaste a los adversarios,
nos glorificaste a nosotros, llamándonos a ti.

Los piadosos hijos de los justos ofrecían sacrificios en secreto y establecieron unánimes esta ley divina: que los fieles compartirían los mismos bienes y peligros, después de haber cantado las alabanzas de los antepasados.




Salmo 32

R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Aclamad, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que él se escogió como heredad.

R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.

R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.




Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos 11, 1-2. 8-19

Hermanos: 
La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve. Por ella son recordados los antiguos.

Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba.

Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios.

Por la fe también Sara, siendo estéril, obtuvo “vigor para concebir” cuando ya le había pasado la edad, porque consideró fiel al que se lo prometía.

Y así, de un hombre, marcado ya por la muerte, nacieron hijos numerosos, como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas.

Con fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra.

Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver.Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo.

Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad.

Por la fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac: ofreció a su hijo único, el destinatario de la promesa, del cual le había dicho Dios: «Isaac continuará tu descendencia».

Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar de entre los muertos, de donde en cierto sentido recobró a Isaac.




Lectura del santo Evangelio según San Lucas 12, 32-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. 
Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. 
Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. 
Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. 
Y, si llega a la segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados ellos. 
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, velaría y no le dejaría abrir un boquete en casa. 
Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».
Pedro le dijo:
«Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?».
Y el Señor dijo:
«¿Quién es el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para que reparta la ración de alimento a sus horas? 
Bienaventurado aquel criado a quien su señor, al llegar, lo encuentre portándose así. En verdad os digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes. 
Pero si aquel criado dijere para sus adentros: “Mi señor tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los criados y criadas, a comer y beber y emborracharse, vendrá el señor de ese criado el día que no espera y a la hora que no sabe y lo castigará con rigor, y le hará compartir la suerte de los que no son fieles. 
El criado que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos. 
Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá».




Comentario

Las lecturas de la liturgia de este domingo nos muestran la meta de nuestra esperanza, sus caminos, sus criterios de garantía.

Por lo pronto, Jesús, en el evangelio, nos asegura que es posible la esperanza porque tenemos garantizada la meta, no por nuestros méritos o esfuerzo, sino por puro amor de Dios por nosotros: “No temas, pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros su Reino”. Un Reino que es Él mismo, con todo lo que conlleva de plenitud y felicidad personal y universal. Un Reino que nos hace reconocer el tesoro que son nuestros hermanos, y procurar su bien, compartiendo lo que somos y tenemos: “Dad limosna, haceos talegas que no se echan a perder”. Ahí, en Dios y en los que sufren, hemos de colocar nuestro corazón, nuestros deseos, nuestros anhelos, para que esa meta dinamice nuestra afectividad y nuestra acción: “Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.

Cuando perdemos la esperanza, es decir, la meta, perdemos también el camino. No sé que pensador dijo que “si tenemos un “para qué”, encontraremos un “cómo” para alcanzarlo”. Más aún, el “cómo”, el camino, se convierte en parte de la meta, que comenzamos a disfrutar conforme nos acercamos a ella. Comprobamos que la meta, en este caso el Padre y la comunión con los hermanos, no son algo meramente a esperar, sino Alguien y algunos que nos hacen partícipes ya de sus riquezas y compañía.

¿Cómo es ese camino? No se trata de un esperar perezoso, con los brazos cruzados. No se trata de aislarse en un paraíso artificial de fantasías piadosas. Jesús lo sigue diciendo: “Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes su señor, al llegar, los encuentre en vela: os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo”. Vivir en la ilusión de un encuentro con el Señor cada vez más pleno hasta que llegue el definitivo.

Y, a la vez, ir atendiendo a los demás, como el Señor nos atiende a nosotros. Hoy se está hablando cada vez más del “cuidado”. La pandemia y sus secuelas nos están haciendo mucho más conscientes de que lo que nos define a los seres humanos es la vulnerabilidad, la capacidad de ser heridos física, psicológica, espiritual, socialmente… Por desgracia, también tenemos y ejercitamos la capacidad de herir a los otros para sentirnos más fuertes, más poderosos, más seguros.

La alternativa, que es la única que asegura nuestra pervivencia como especie y nuestra dignidad de personas, es dedicarse al cuidado recíproco: desde la empatía por el otro, a la escucha de su ser, caminar juntos atendiéndonos, como tienen que ir juntos un ciego y un cojo: el ciego presta el sostén de sus piernas, y el cojo la luz de su visión. “Caminar juntos” es lo que significa la palabra “sinodalidad” que el Papa y la Iglesia nos presentan como urgente camino y necesario modo de ser para los cristianos. O según dice el evangelio de hoy: “¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas?” Cada uno de nosotros somos ese administrador encargado de cuidar al otro, según sus necesidades, y no según nuestro capricho o ganas.

Este es el criterio de que nuestra esperanza es realista y cristiana: vamos haciendo camino al andar con el Señor, como el Señor, hasta alcanzar plenamente al Señor y disfrutarlo sin fin.