sábado, 13 de noviembre de 2021

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario

Primera lectura
Lectura del Profeta Daniel 12, 1-3

Por aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que se ocupa de los hijos de tu pueblo; serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentran inscritos en el libro.

Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua.

Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.



Salmo 15

R/. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.

R/. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me abandonarás en la región de los muertos
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

R/. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.

R/. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.



Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos 10, 11-14. 18

Todo sacerdote ejerce su ministerio diariamente ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados.

Pero Cristo, después de haber ofrecido por los pecados un único sacrificio, está sentado para siempre jamás a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies.

Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados.

Ahora bien, donde hay perdón, no hay ya ofrenda por los pecados.





Lectura del santo Evangelio según San Marcos 13, 24-32

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«En aquellos días, después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. 
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. 
Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que él está cerca, a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre».




Comentario

La Biblia no entiende de ciencias naturales ni históricas, no alecciona sobre el movimiento de los astros ni ayuda a leer el destino humano. Ahora bien, el lenguaje bíblico, como en el evangelio de hoy, se reviste de metáforas, de símbolos y de signos para introducirnos en el santuario íntimo de nuestras relaciones personales con el Dios de la alianza. Cuando el hombre sufre las pruebas y tribulaciones de la vida tiene la sensación de que el cielo se le cae encima: que “el sol se oscurece, que la luna se oculta y que las estrellas se desploman”. No sólo el hombre, también el creyente ha de transitar en más de una ocasión por trances oscuros en los que el Reino de Dios sufre violencia y dolores de parto.

Mientras el hombre sea hombre seguirá preguntándose sobre su futuro. Pero ¿por qué ha de hacerlo bajo el temor y el miedo a signos catastróficos? No es ése ciertamente el horizonte motivador y esperanzado de Jesús, el horizonte del Dios de la vida. El evangelio nos remite a una lectura confiada de ese combate, personificado en las fuerzas del bien y del mal, que tiene lugar en el seno de todo discípulo de Jesús. Combate en el que el Hijo del hombre ya ha triunfado y que desciende ahora de entre las nubes para tomar posesión de su Reino. Reino al que convoca por medio de sus ángeles a todos los hijos dispersos para compartir plenamente el decisivo comienzo de la nueva humanidad.

Sin duda una llamada a la esperanza para tiempos difíciles, sembrados de pruebas a superar, pero confiados siempre en el Dios de la promesa: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Una esperanza para el aquí y ahora de la presente generación como la que ya germina en los brotes tiernos de la higuera.