sábado, 11 de julio de 2020

Domingo XV del tiempo ordinario

Primera lectura
Lectura del libro de Isaías 55, 10-11

Esto dice el Señor:
«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo,y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar,para que dé semilla al sembradory pan al que come,así será mi palabra que sale de mi boca:no volverá a mí vacía,sino que cumplirá mi deseoy llevará a cabo mi encargo».


Salmo 64


R/. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.

Tú cuidas de la tierra, la riegas
y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,
preparas los trigales.

R/. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.

Así preparas la tierra.
Riegas los surcos,
igualas los terrones,
tu llovizna los deja mullidos,
bendices sus brotes.

R/. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.

Coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo,
y las colinas se orlan de alegría.

R/. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.

Las praderas se cubren de rebaños,
y los valles se visten de mieses,
que aclaman y cantan.

R/. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.




Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 18-23


Hermanos:
Considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto.

Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo.



Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Mateo 13, 1-23


Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al mar. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y toda la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló muchas cosas en parábolas:
«Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. Otra cayó en tierra buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta.

El que tenga oídos, que oiga».
Se le acercaron los discípulos y le preguntaron:
«Por qué les hablas en parábolas?».
Él les contestó:
«A vosotros se os han dado a conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. 

Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumple en ellos la profecía de Isaías:

“Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver;

porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos;

para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón,

ni convertirse para que yo los cure”.
Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron. 

Vosotros, pues, oíd lo que significa la parábola del sembrador: 

Si uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino. 

Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que escucha la palabra y la acepta enseguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y en cuanto viene una dificultad o persecución por la palabra, enseguida sucumbe. 

Lo sembrado entre abrojos significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y se queda estéril. 

Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ese da fruto y produce ciento o sesenta o treinta por uno».



Comentario:

Jesús compara a la Palabra de Dios con la semilla. La semilla es promesa de vida futura; en ella, tan pequeña, se aprieta y comprime la vida que, después, se desplegará y dará mucho fruto. De acuerdo a su ritmo preciso, se formará el tallo, la espiga y el grano. Y, luego, obtendremos el pan. 

Nuestras palabras no son simples sonidos vacíos que emitimos; cada una de ellas son nuestra intimidad manifestada y entregada; en ellas, apretamos puñados de nuestra intimidad recóndita y –al hablar- la manifestamos y compartimos con quien nos escucha. Compartimos intimidad tanto en las palabras que manifiestan amor como las que manifiestan odio.

Jesús es la Palabra del Padre. San Juan nos habla de su riqueza entrañable: “la Palabra era Dios”, “todo existió por medio de ella”, “en ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres”, “y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Cfr Jn 1).

Jesús es siempre Palabra del Padre, así lo enseña a los suyos: “El que no me ama no guarda mis palabras. La palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado” (Jn 14, 24). Él es siempre revelación, buena noticia. Y cuando Jesús, la Palabra encarnada habla, entonces Dios se nos dice abiertamente hasta el punto de que si amamos a Jesús y cumplimos su Palabra, entonces –asegura Jesús- “mi padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él” (Jn 14, 23).

El profeta Isaías asemeja la Palabra de Dios a la lluvia y a la nieve que bajan del cielo y empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar. Este es el “encargo” de la lluvia y de la nieve. Del mismo modo, la Palabra de Dios no vuelve a él vacía, sino que hace su voluntad y cumple su encargo que es dar vida.

Jesús observa los diversos terrenos donde solía caer la semilla: al borde del camino, el terreno pedregoso, entre zarzas, en tierra buena. Él mismo indica el significado de cada uno de estos terrenos y por qué la semilla se malogra en ellos o da fruto abundante.

Los agricultores, año tras año, cuidan sus tierras: quitan las malas hierbas, sacan las piedras, remueven la tierra y la abonan. El creyente ha de cuidar también con esmero su tierra, es decir su capacidad de escucha evitando los ruidos que apagan la voz de Dios. Sobre todo, ha de crear un clima de silencio interior allí donde Dios habla. Hay que escuchar con corazón sencillo, con la docilidad de discípulo y “guardar” la Palabra que implica abrazarla, cuidarla, respetarla y agradecerla.

Recibida la Palabra de Dios en nuestra tierra, desentrañarla en silencio orante para poder escuchar la riqueza latente de lo que hoy nos dice el Señor.

Finalmente, al estilo de María y ayudados por el Espíritu Santo: encarnar la Palabra de Dios en nuestras propias entrañas, que son –ni más ni menos, que- nuestra vida.