sábado, 3 de julio de 2021

Domingo XIV del Tiempo Ordinario

Primera lectura
Lectura del Profeta Ezequiel 2, 2-5

En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me decía:
«Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han ofendido hasta el día de hoy. También los hijos tienen dura la cerviz y el corazón obstinado; a ellos te envío para que les digas: "Esto dice el Señor." Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, reconocerán que hubo un profeta en medio de ellos».



Salmo 122

R/. Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia

A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores.

R/. Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia

Como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.

R/. Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.

R/. Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia




Segunda lectura
Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 12, 7-10


Hermanos:
Para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido:
«Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad».
Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo.

Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.





Lectura del santo Evangelio según San Marcos 6, 1-6


En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos.

Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?».
Y se escandalizaban a cuenta de él.

Les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe.

Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.



Comentario

“Sólo curó a algunos enfermos”, como saldos o rebajas, no auténticas obras de Jesús como las que estaba llevando a cabo en Cafarnaún y por los caminos de Galilea. No podían creer, ¿qué títulos ostentaba para que lo hicieran o en qué escuela de rabinos se había formado?

Da la impresión de que los de Nazaret conocían demasiado bien la doctrina de los fariseos y escribas de su tiempo, y, en el caso de Jesús, la siguieron a pies juntillas. Un judío que se preciara de serlo no podía esperar sorprenderse de Dios. Creían conocerle demasiado bien para llegar a ese extremo. En todo caso, creían poder sorprender a Dios por el inequívoco y escrupuloso cumplimiento de la Ley en todos sus detalles. Y ahí estuvo la raíz de su equivocación.

Dios nos sorprende continuamente y, al mismo tiempo, respeta nuestra libertad. Si cerramos la puerta de nuestra persona por dentro, no esperemos que él la abra desde fuera. Quizá nos parezca excesivo, pero así es de respetuoso. “Mis caminos no son vuestros caminos y mis planes no son vuestros planes”. Nosotros haríamos las cosas, mejorando, pensamos, lo que Dios hace. Y ese no es el camino, como en el caso de los paisanos de Jesús. Los esquemas y los métodos sólo funcionan entre nosotros, los humanos. Dios no está encasillado en esquema alguno, nos sorprende siempre y con esa sorpresa tenemos que contar.

Y, como no tenían fe y no se dejaron sorprender, no pudo hacer ningún milagro, sólo unas curaciones.

Como Jesús no respondía a sus expectativas “desconfiaban de él”. Fue uno de sus sinos. Su nacimiento provocó desconfianza y hasta miedo y prevención. Al final, su muerte en una cruz, fue para otros la señal de la veracidad de aquella desconfianza. Entre su nacimiento y su muerte, muchos desconfiaron de él, le tendieron trampas y no pararon hasta que acabaron con él.

Pero, hubo también gestos auténticos y de la mayor confianza con Jesús. Al lado de éstos, la actitud de las gentes de Nazaret significa poco. Y es la confianza, la lealtad y la amistad con Jesús lo que debemos resaltar. Y no sólo resaltar sino imitar, de forma distinta a la amistad de Lázaro, Marta y María; distinta también de la de Nicodemo, María Magdalena y los discípulos. Ellos estaban con él; su presencia ahora es real, pero distinta. Nuestra confianza se basa en nuestra condición de hijos de Dios. Y ser hijos de Dios no consiste en vivir asustados y atemorizados por el Omnipotente Dios, sino obsesionados más bien por su benevolencia y misericordia, que nos permite confiar, siempre moderadamente, en nosotros, y extender esta misma confianza a los demás.