domingo, 23 de octubre de 2022

Domingo XXX del Tiempo Ordinario

Primera lectura
Lectura del libro del Eclesiástico 35, 12-14. 16-19a

El Señor es juez,
y para él no cuenta el prestigio de las personas.
Para él no hay acepción de personas
en perjuicio del pobre,
sino que escucha la oración del oprimido.

No desdeña la súplica del huérfano,
ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento.

Quien sirve de buena gana, es bien aceptado,
y su plegaria sube hasta las nubes.

La oración del humilde atraviesa las nubes,
y no se detiene hasta que alcanza su destino.

No desiste hasta que el Altísimo lo atiende,
juzga a los justos y les hace justicia.

El Señor no tardará.




Salmo 33

R/. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren

R/. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias.

R/. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él.

R/. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.




Segunda lectura
Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 4, 6-8. 16-18

Querido hermano:

Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.

He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.

Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.

En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta!

Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.

El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.

A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.





Lectura del santo evangelio según San Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».




Comentario

Jesús nos quiere hacer reflexionar sobre la oración con la parábola del fariseo y el publicano. En primer lugar, debemos tener claro a quien está dirigida porque ahí nos da la clave de su comprensión: “a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás”. Jesús rechaza estas actitudes y nos lo hace ver con esta parábola.

Tenemos que tener claro que nuestra actitud ante Dios no puede ser de soberbia, de orgullo, de autosuficiencia, de mirar por encima del hombro a los demás, sino que tiene que ser una actitud humilde, desde la sencillez. Jesús no quiere que adoptemos una actitud de soberbia en nuestra oración y en nuestra vida porque sabe que eso nos hace daño y, en vez de acercarnos, nos aleja de Dios.

Si nos detenemos en la parábola, observamos como el fariseo ora erguido, cumple con todo lo que la ley mosaica le imponía, e iba aún más allá. Y eso lo hace bien, y le hace sentirse seguro ante Dios. Se centra en su buena vida espiritual. Observemos que le habla de los diezmos que da y de los ayunos que hace, pero no habla nada de sus obras de caridad. Ahí se encuentra su problema.

El publicano, al entrar en el templo se quedó atrás. Piensa que no merece estar en aquel lugar tan sagrado… Dice el evangelio que no se atrevió a levantar los ojos al cielo y se golpea el pecho reconociendo que era un pecador. No presenta a Dios ningún mérito como si hizo el fariseo, pero hace algo aún más importante: se acoge a la misericordia de Dios porque sabe que es un pecador. Seguro que no era muy dado a rezar, pero esta vez Jesús alabó su oración sincera.

Fijándonos en nuestra vida, ¿Con quién nos asemejamos más: con el fariseo o con el publicano? Ojalá que un día se cumpla en nosotros aquello de que “el que se humilla será enaltecido” para poder ser transformados, bendecidos, justificados por Dios.